Durante siglos se han propuesto varias hipótesis sobre el origen de este pueblo que, asentado al Norte del Tíber e inicialmente desplegado por la actual Toscana y parte de Umbría, alcanzó tal nivel de desarrollo y una civilización tan refinada que algunos historiadores no han dudado en calificar como el milagro etrusco.
Durante siglos se han propuesto varias hipótesis sobre el origen de este pueblo que, asentado al Norte del Tíber e inicialmente desplegado por la actual Toscana y parte de Umbría, alcanzó tal nivel de desarrollo y una civilización tan refinada que algunos historiadores no han dudado en calificar como el milagro etrusco. Ya a los mismos autores antiguos les preocupó esta cuestión y, mientras Dionisio de Halicarnaso consideraba que era un pueblo autóctono, Heródoto mantenía su procedencia oriental, en concreto de Lidia. En torno a estas dos teorías, más una tercera que los hace descender de la Retia, la meseta suiza al norte del Po, a través del cual habrían descendido, se han elaborado todo tipo de argumentaciones por parte de los historiadores modernos. Ante lo que parece una cuestión insoluble, hoy día se ha abandonado esta discusión, centrando la investigación en el análisis del proceso de formación de las ciudades etruscas y de su posterior expansión.
Al misterio sobre sus orígenes se añade el de su escritura. Las inscripciones etruscas -en torno a diez mil- están escritas en caracteres griegos, lo que permite que puedan ser leídas y transcritas, pero no plenamente descifradas. Pese a los avances de los lingüistas en los últimos años, no se ha conseguido aún traducir, esto es entender, las inscripciones etruscas largas; sólo aquellas de carácter funerario que contienen nombres y fórmulas admiten una interpretación directa.
El mundo etrusco alcanzó en el siglo VII a.C. un nivel de esplendor sorprendente en el contexto del Mediterráneo, si bien no fue idéntico para todas las ciudades etruscas. El pueblo etrusco nunca constituyó un estado único, sino que sus ciudades gozaban de autonomía y eran gobernadas por reyes (lucumones), al menos hasta el siglo V a.C. en el que se abrió un proceso en la mayoría de las ciudades etruscas en virtud del cual los reyes fueron sustituidos por magistrados. Los reyes se sucedían dinásticamente y unían al poder militar y de coerción (simbolizado por un hacha en el centro de un haz o fascio que un lictor llevaba delante del rey) los secretos de la religión, que transmitían a sus herederos.
La sociedad era de tipo oligárquico, contraponiéndose a esta clase señorial una multitud de servidores, tanto en el campo, como en la ciudad, en los talleres o en las minas. Se ha hablado de la existencia de un matriarcado que hoy día no parece aceptado, si bien es cierto que la mujer desempeñaba un importante papel en la sociedad etrusca y gozaba de una amplia libertad en comparación con otras sociedades contemporáneas a ellos. Además la filiación era matrilineal, esto es, el nombre se transmitía por vía materna.
Su religión era revelada y la fuerza de ésta nos descubre a los etruscos como gente profundamente religiosa, obsesionados por la vida de ultratumba que los llevó a la creación de impresionantes necrópolis, con cámaras suntuosas, en las que el difunto era rodeado por sus muebles y objetos personales que, sin duda, juzgaban imprescindibles para adornar sus tumbas y para disfrutarlos en el más allá. En un carro de guerra hallado cerca de Espoleto, se representa a la muerte divinizada conduciendo en caballos alados a los muertos hacia el cielo. Por lo mismo, el infierno era representado de forma terrorífica, con dioses infernales con cabeza de lobos o con el demonio Tuchulcha arrojando serpientes.
Para escapar a estos terrores existía un meticuloso culto que incluía sacrificios periódicos y que, probablemente, incluyera sacrificios humanos. Cada hombre era además vigilado durante su vida por su Lasa, una especie de ángel o espíritu que informa de sus actos. Poseían numerosos dioses de los que el más importante era Voltumnus o Voltumna, cuyas vestiduras cambiaban conforme transcurrían las cuatro estaciones. Era además el gran dios de la confederación. La tríada formada por Tinia, Uni y Menrva ha sido considerada un antecedente de LA TIRADA CPAITOLINA romana: Júpiter, Juno y Minerva.
Los sacerdotes etruscos descifraban la voluntad divina que se expresaba a través del hígado de las víctimas inmoladas, de los truenos, de los relámpagos... Su prestigio en el arte de la adivinación no sólo se mantuvo bajo el dominio romano sino que, además, gozaban de una extraordinaria credibilidad. Resulta anecdótico y sorprendente que todavía en el siglo V d.C., ante la amenaza de la entrada en Roma de Atila y sus tropas, el Senado de la ciudad hiciera llamar a los arúspices etruscos para cerciorarse de la situación o conjurar el peligro.
Durante bastante tiempo, la mayoría de los historiadores han considerado a Roma una ciudad etrusca, fundada por los propios etruscos o dominada políticamente durante la última fase monárquica, la coincidente con los tres reyes etruscos. Hoy en día, la posibilidad de que Roma fuera fundada por los etruscos cuenta con muy pocos seguidores. Entre otras razones porque Roma fue el resultado de un proceso de unificación de los habitantes de las colinas y no de una fundación predeterminada y llevada a cabo en un plazo concreto. Además, la latinidad lingüística de los romanos parece decisiva a la hora de probar la existencia de una ciudad independiente étnica y políticamente.
Es cierto que los etruscos ejercieron una enorme influencia en la Roma arcaica: ofrecieron modelos organizativos -al igual que los griegos- más avanzados, proporcionaron grupos de artesanos y comerciantes que se asentaron en Roma formando un barrio etrusco y algunas ricas familias etruscas -como la de los Tarquinios- emigraron y se instalaron en Roma. Tales influjos fueron importantes para la Roma arcaica pero, ciertamente, Etruria no fue un agente decisivo en la creación de la ciudad de Roma.